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También comemos emociones

Diana Paris

Nuestro mundo emocional emite algún tipo de reflejo en la forma que tenemos de alimentarnos. Desde la Psicoterapia Integrativa abordamos los diferentes discursos sociales e internos que el sujeto atraviesa cuando las emociones se convierten en búsqueda de satisfacción secundaria a través de la comida.


El lenguaje tiene la particularidad de fotografiarnos. Se escucha: “No me trago esta mentira”, , “Masticar la rabia”, “Tengo el estómago cerrado”, “Su mirada me resulta imposible de asimilar”, “Me asquea esta situación”, “Pasamos un momento muy rico”, “Voy a paladear la venganza”, “Tengo una bola en la garganta”, “Vomitaré todo lo que sé”, “Me siento atragantada de sus excusas” ,“Fue una patada en el hígado”, y otras similares con tonos más o menos escatológicos…

Muchas veces recurrimos a estas expresiones cuyo significado es figurado, pero menciona las funciones propias del aparato digestivo, desde la boca hasta el ano.

¿Por qué será?


Reflexionar sobre el cruce entre lo que sentimos y lo que comemos es la premisa de la que nos ocuparemos en diferentes entradas.

Ser vegetariano, o practicar hábitos del ayurveda, o decidir no consumir productos con lactosa, así como ingerir indiscriminadamente todos los sabores y colores de la paleta nutricional, no es lo único que incorporamos como alimento a nuestro organismo.

Nos alimentamos de nuestra propia rumiación en un problema, nos empachamos de resentimientos, vomitamos ira en una discusión, controlamos las calorías o medimos las cantidades; o nos liberamos y bebemos las bondades de un abrazo, las miradas de afecto y los nutrientes de los vínculos saludables.

Hablamos del alimento emocional.


Si como decía Freud, las dos necesidades básicas del ser humano (y de todos los seres vivos, me animaría a agregar) son el hambre y el amor, propongo hacer un ejercicio de conciencia sobre las decisiones que adoptamos cuando confundimos una y otra necesidad…

¿Cuántas veces buscando contención amorosa terminamos escudriñando la alacena?¿Y cuando estamos tentados por un dulce ante situaciones amargas de ansiedad? ¿Llenarse la boca no es un modo de callar lo que deberíamos expresar naturalmente con palabras? Cuando solo creemos que la solución es la dieta y nos centramos en el cuerpo, olvidamos que somos seres apoyados en tres patas: cuerpo, cerebro y psique.

Sin negar el valor que tiene la ejercitación física, seguir buenos hábitos alimenticios y la práctica consciente de orden, disciplina y lectura de etiquetas en los productos que consumimos, debemos aceptar que no solo se trata de lo que comemos. Se trata de cómo lo comemos.


Las vivencias de desamor, de abandono, de abuso, de mentiras familiares, los vínculos tóxicos, así como los silencios y el destrato, la responsabilidad de funciones a una edad inapropiada, los celos, la inseguridad, pueden llevar a taponar las emociones con comida o con ayuno o con sobrepeso. Todas estrategias para calmar, evadir, aliviar o disfrazar la angustia. ¿Comemos o deglutimos? ¿Masticamos o mordemos?¿Por qué da culpa comer? ¿Hasta qué edad seguiremos cumpliendo la regla de “no dejar nada en el plato porque hay niños que pasan hambre mientras nosotros despreciamos la comida”? ¿Es verdad que donde comen dos, comen tres? ¿Y que si hay, hay para todos? ¿Funciona en las parejas actuales el conocido “contigo pan y cebolla”? ¿Creemos que el pan solo es digno si se gana con el sudor de la frente? Y si disfrutáramos con el trabajo, ¿ya no vale?


Es saludable revisar las muletillas aprendidas en el clan sobre lo que “nos tragamos” en la infancia junto con la sopa: los mandatos, las creencias, los valores, lo propio y lo ajeno, la tradición familiar, los rituales domingueros…

La mesa es un gran teatro donde (ojalá) se genere la oportunidad de diálogo, pero no siempre ocurre. La mesa familiar no solo ofrece comida en platos y fuentes. La comida es además vehículo de tensión o de alegría, a veces momento de reunión y afectividad, y en otras ocasiones escenario de violencia antigua reservada para exponerse en las fechas festivas.


Años atrás, el intruso que interrumpía la ceremonia del comer en familia era el “aparato tonto” del televisor encendido frente a los comensales. Hoy, la metáfora de incomunicación entre las partes está sobre la mesa misma: todos son “comidos” por la urgencia del celular a la mano, (ya colocado al lado del plato como un utensilio o cubierto más). Juntos pero desunidos. La mesa familiar se ha transformado en una mentira de reunión. Espacio sin lugar para lo que el niño quiere preguntar, o eso que la adolescente necesita denunciar, o ese tema que la pareja debe analizar, pero nada de esto tiene cabida cuando su majestad “las redes” está invitado a comer en casa. Comemos enredados. Encerrados. Aislados unos de otros. Luego, el silencio, la soledad en la vivencia de un trauma, la interdicción sobre lo permitido y lo prohibido, Aprendemos a comer mezclando el puré con un surtido de “no dichos”, que más tarde se transformarán en síntomas.


Recordemos que el cuerpo tiene –como un gran políglota– todos los idiomas para expresarse en su lógica biológica: el hígado graso habla necesidad de almacenamiento por miedo a la carencia, los pulmones hablan miedo a la muerte, los problemas óseos hablan desvalorización. Y así siguiendo...

Los idiomas del alimento son las intolerancias, las alergias, el reflujo, la irritabilidad, la anorexia, el sobrepeso, la inapetencia, las nauseas, el fanatismo (ciertas creencias extremas de los veganos, por ejemplo). Comer sano es mucho más que buscar productos orgánicos y equilibrio nutricional. No todas las situaciones de sobrepeso son producto de una ingesta incontrolada de harinas, así como no siempre la anorexia responde a un trastorno dismórfico corporal cuya distorsión hace ver gordura donde solo hay huesos; ni tampoco ciertas alergias pueden tratarse como intolerancias digestivas: cada síntoma esconde un “no-dicho” que es imprescindible decodificar para lograr su transformación.


Comer rico. Comer sano. Comer amorosamente las diferentes instancias de la vida. La habilitación de la palabra, la mirada de reconocimiento, la presencia amorosa pueden ser “ingestas” más nutritivas que el mejor guiso de abuela.


Lic. Diana Paris

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